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¿Qué significa escribir? Nietzsche después de todo (página 2)



Partes: 1, 2

Anticipo (y abrevio) la primera de tres <<tesis>>:
Nietzsche es la experiencia de una soberanía sin coartadas, la
soberanía de lo singular. Una experiencia que se da lugar
y que se afirma a sí misma en la escritura.

Opino en tal respecto que la <<deuda>>
contraída con Nietzsche es
del tipo: <<No me dejas otra alternativa>>. En
cualquier caso, muy de agradecer, las
<<alternativas>> a Nietzsche, anteriores o
posteriores, se exhiben y se refutan recurrentemente a sí
mismas. La singularidad tiene la facultad de abrir el presente,
de dejarlo venir. ¿Cómo lo hace? En primer
lugar, situándose no a espaldas de él, en
algún ficcionado o descubierto abrigo, en un cielo
moral o
éter metalingüístico, sino
sabiéndose y eligiéndose tiempo. La
singularidad está viniendo siempre desde sí:
despidiéndose. De ahí la cortesía con que se
deposita un cartucho de dinamita en los cimientos de toda
hipocresía. La escritura soberana no consiste en afirmar
un <<yo>> nuclear por encima de la confusión y
abigarramiento del mundo. Escribir no es confesarse, sino
darle al otro la última palabra, como sugiere
Nietzsche en una carta enviada a
la por otra parte y en más de un sentido impresentable Lou
von Salomé:

No es conveniente ni prudente anticipar las objeciones
más fáciles al lector. Es muy conveniente y muy
prudente
dejar que el lector descubra por sí
mismo
la última quintaesencia de nuestra
sabiduría3.

La singularidad compromete al otro en la ligereza de una
simpatía sin concesiones. Nadie se pone a compartir o
desechar opiniones, nadie <<concede>> o
<<renuncia>> a propósitos, nadie se rige por
el cálculo
de una argumentación que arrojará saldos a favor o
en contra. La simpatía es espontánea —por eso
suscita tantas desconfianzas. Nietzsche ejerce esa singularidad
no <<pensando sobre.>> sino permitiendo que el
pensamiento
acontezca. Aunque eso no sea sencillo ni le suministre
garantía alguna de éxito.
La singularidad fracasa, es su verdadero sino. Aun si
fracasa, porque fracasa, la singularidad se afirma.
Sólo que esta afirmación ya no se parece mucho a la
Wille zur Macht que se hallará en sus libros. No
equivale a un aferrarse. No va contra otra individualidad,
afirmando su poder como el
de un héroe o un soldado, sino contra aquella
individualidad que desde dentro amenaza con paralizarle.
En la enemistad frontal que emerge contra el <<yo>>
florece la posibilidad de la amistad.
Quizá no amistad a <<otros>>
<<yo>>, sino a lo otro de cada yo: a su
límite extremo. Tal cosa designa la singularidad, y en tal
virtud desarma o desorienta a generaciones de lectores y
publicistas, imitadores y vulgarizadores, eruditos, congresistas
y políticos de toda laya.

El singular soberano comienza y acaba estando harto de
sí. Asqueado de ser un sí mismo. El señor
Nietzsche no quería o no sabía o no podía
estarse quieto, no podía transigir. Antes que nadie,
consigo mismo. El engaño es deliberado y lo es en todos
los sentidos.
¿Quién, en la inmensa aventura mitológica de
la especie, se le asemeja? Pues ni Prometeo ni
Epimeteo: más bien Proteo. Un arcaico dios del mar,
tendría que ser. Y eso aun con muchas reservas. Se pasa
del <<¡Yo debo!>> al <<¡Yo
quiero!>>, pero toda singularidad termina por preguntar:
<<¿Yo?>>. ¿Debo? ¿Puedo?
¿Quiero? ¿Sueño? ¿Sufro? ¿Amo?
¿Repudio? Sin interrogación, ¿habría
afirmación? La singularidad que en el filósofo
solitario de sí mismo se dramatiza es una sed de
lejanía, una pasión de desconocido.
Zaratustra no enseña al prójimo, sino al
amigo, el amor a lo extraño y extranjero
que a fin de cuentas gobierna
al orgulloso aun si estéril Cogito. Un amor él
mismo extraño. Amor más allá de sí
mismo, obvio, pero amor más allá de todo amor,
¿en qué desemboca? Un amor que ama a la vida sin
detenerse ni saciarse en ella llama indudablemente a locura. Pero
allí se podrá hallar el otro lado de la moneda, o,
mejor, eso que toda moneda oculta o defenestra.

Ciertamente aquí no cuadra repetir o rehusarse a
la lectura que
de Nietzsche propone Heidegger, con
todas sus trampas para osos, o para zorros, pero conviene
preguntarse, con él, dónde anida esa especie de
centro gravitatorio en relación con el cual se
despeña —o atomiza— un pensamiento: <<Lo
que ha de ser objeto pensamiento>>, leemos en una
lección, <<se aleja del hombre, se le sustrae.
¿Pero cómo podemos saber lo más
mínimo siquiera nombrar que desde siempre nos sustrae?
escapa de nosotros niega a llegar. Sin embargo, el sustraerse no
es mera nada. retirarse un evento. puede afectarnos e incitarnos
todo presente, sale al encuentro y concierne>>4.
¿Escribe Nietzsche a propósito de aquello que tiene
delante y al alcance de la mirada, de lo presente, de aquello que
inmediatamente le concierne, o se ocupa, a conciencia o sin
su concurso, de <<lo que se le sustrae>>? Cuando un
hombre
<<gira>> hacia aquello que no por accidente o
descuido se le sustrae —para mí no es otra cosa que
la
muerte—, deja de servirse del lenguaje
—hasta convertirse él mismo en un
<<signo>>. Que el hombre no
sea solamente un bicho que utiliza signos para
comunicarse y eventualmente llegar a dominar la naturaleza
sino algo menos ha de resultar en extremo chocante para
muchos, humanistas o tecnócratas. Y es que lo decisivo en
esta torsión
de la filosofía occidental consiste en que el
hombre deja de ocupar el centro de su representación de
sí y del mundo. Abundan quienes toman esto por una
humillación, y de nada servirá negarlo: el hombre
que torna la mirada a lo que se le escapa recuerda que es
humus, raíz terrosa y húmeda de su
<<humanidad>>. El sujeto dueño de sí y
del mundo ha de bajar la vista. ¿Ante qué? La
inclinación del hombre vendrá impuesta no por
algún Ser Supremo de recambio —candidatos no
faltarán, desde el bienestar familiar hasta la conquista de
la galaxia, dejando incólume al antiguo Dios—, sino
por lo más real, tan real que no se confunde con la
realidad, tan real que incluye en sí aquello que no
es
—ni puede ser.

Sostengo que Heidegger concibe el pensamiento, o su esencia,
como un <<giro>>, un <<voltear el rostro (y la
mirada)>> hacia la muerte, de una
forma muy similar al movimiento de
Orfeo en el mismo umbral donde se juntan la vida y la muerte.
Habitar el límite que se es consiste en tornar el (y al)
cuerpo. Es un girar, para emplear la palabra de Bataille,
soberano. Este giro no significa en absoluto pensar
en la muerte, en la senectud, la decadencia, la
adversidad, etcétera. La muerte no es un objeto
para el pensamiento, no puede ser elaborada como un
objeto. Podría decirse incluso que es lo contrario: girar
el rostro hacia la muerte o, en otras palabras, afirmar nuestro
ser mortal, tiene el efecto de vigorizar la existencia,
de permitirnos reconocer su prodigio, su maravilla, su belleza
sin doma. La pregunta que aquí se endereza a la escritura
de Nietzsche es la misma: ¿podemos seguirlo en este gesto,
en esta vuelta y revuelta, en este (re)tornar, en este afrontar,
en este encarar la muerte? ¿Reconoce Heidegger una
<<profundidad>> en la mirada de Nietzsche que
esté protegida de la consideración metafísica
de las cosas? El filósofo no busca una ciencia
<<mejor>> que las ciencias, ni
siquiera una ciencia más <<profunda>> que las
ciencias, y que les serviría de
<<fundamento>>, sino algo distinto del
saber
. No es la <<duda metódica>>, aunque
podríamos confundirnos: lo buscado por un pensador
—de Sócrates a
Bataille— es <<la precaución de un no
saber>>5. La filosofía es, desde su principio, la
cautela del saber. Es preciso distinguir entonces de qué
naturaleza es esta prevención. ¿Esencialmente
metódica? ¿Es parte de una estrategia
epistémica? No, pues la filosofía se halla
fuera de la ciencia.
Está más cerca de la posición natural.
¿En qué consiste ésta?
<<Detengámonos aquí concentradamente un
instante, a la manera como aspiramos con profundidad antes y
después de un salto>>. ¿Dónde cae un
pensamiento que se detiene, respira, salta?
<<¿Quizá a un abismo? ¡No! Más
bien a un suelo. ¿A uno? ¡No! Más bien al
suelo en el que vivimos y morimos, en el que no nos andamos con
engaños>>6. El salto se efectúa hacia el
lugar en el que de antemano nos encontramos. Viene desde un
allá hasta un aquí, no al revés. Aun si no
sabemos muy bien qué sea ni dónde esté. La
razón es, por el contrario, el salto hacia un afuera o un
encima de este suelo. Este
suelo, o suelos, es el (o
son los) de la-vida-y-la-muerte. No de la vida eterna, la vida
—imaginada, soñada, deseada, dada interesadamente
por verdadera— por encima de cada ente. La vida de cada
ente pertenece al reino sin rey ni reina ni príncipes
herederos (ni Parlamento, ni Vaticano, ni Libro Sagrado,
ni Mercado
Común. ) de lo inequivalente. El ser sólo le da al
ente —el <<ser>>, permítaseme insistir,
no es más que la muerte— su dignidad y su
singularidad: su inintercambiablidad.

El singular es lo inequivalente. No es sencillo rendirle
justicia a esa
realidad en la que, por ser real, nada es justo. Ni claro, aunque
en verdad distinto. Muy distinto. Hablamos, como se
habrá percibido, de la vida en su finitud. Escuchemos este
suceso en la escritura de Nietzsche:

¿Conocéis el terror del que se adormece?

Hasta las puntas de los pies tiembla, debido a que el suelo le
falla y los sueños comienzan7.

La singularidad no es una roca sino un intervalo. Somos ese
mientras o ese <<entretanto>> el suelo se
hunde —y el sueño comienza. Por eso resulta
aterrador escuchar la pregunta sin voz de lo Otro:
¿qué sabes tú? Entre el saber y el
querer se abre un abismo. Un abismo paralelo a aquel que hiende
el querer del poder. La singularidad consiste al fin en estas
discontinuidades, en estas fracturas. Por eso la llamada sin voz
exclamará:

¡Qué importas tú, Zaratustra! ¡Di tu
palabra y hazte pedazos!

Un individuo que
no importa. Una palabra que nunca es propia. Nietzsche
entiende que la escritura es lo mismo que este hacerse pedazos.
No habla yo alguno, no habla ni siquiera la voluntad de poder.
<<El rocío cae sobre la hierba cuando noche
está más callada que nunca>>. La llamada sin
voz es el límite de lo decible, el límite
interior de lo decible. Es decir, de lo posible, de lo
que un humano simple y sencillamente puede. Ese poder —esa
<<voluntad de poder>>— nunca lo define ni
termina con él. ¡Extraña metafísica
sin doble, extraña religiosidad sin redención ni
promesa de bienaventuranza eterna, extraña
sabiduría del no saber!

2

¿Qué teme de mí si yo soy
lo imposible?

¿Tiene miedo de mí? Soy lo
imposible.

Paul Claudel,

Partage du
midi

No sé, me parece que bautizar un Coloquio con el
¿Nietzsche ha muerto? delata una peculiar
—pero, con todo, productiva— mala fe. Es, de
principio a fin, una frase atribuible a Dios. Ello no obstante,
la incitación a darle la vuelta es poderosa. Philipp
Mainländer estampó esa misma frase con cierta
antelación al célebre dictum nietzscheano.
<<Dios ha muerto, y su muerte fue la vida del
mundo>>8. Mainländer esperó a ver publicada
esta frase y a continuación —siniestro
emblema— se colgó de un árbol. El matiz con
posterioridad introducido sugiere que Dios muere
voluntariamente, pues para Nietzsche su muerte es efecto
de la presencia humana en el mundo. Darle la vuelta es decir que
Nietzsche ha muerto para asegurar su vida no en su obra
o en la cultura o en
las academias, sino en la vida de las generaciones que han
llegado después de desaparecer. La entropía de la resurrección ejerce
por doquier sus vasallajes. Es decir: sí, está
muerto, por eso no está muerto. Un individuo que
en vida subsistió tan al lado de la muerte debería
poder mantenerse, muerto, contiguo a la vida. ¿En virtud
de su <<filosofía>>? Otra manera de preguntar
es esta: ¿Ha tenido Nietzsche su <<siglo>>? O
bien: ¿Hay un <<mañana>> para
Nietzsche? Lo cual no es solamente retórico. El asunto de
la decadencia y la declinación fue decisivo en sus
escritos. Un poco como la enfermedad: hay que enfermarse de
verdad
para en verdad desear la salud. Y, desde la
exuberancia de la vida, permanecer sensible a la delicada e
insensata labor de lo enfermo. Si la muerte no se experimenta
como castigo divino, es preciso desear la muerte de
todos, incluyendo en primer término la de los
dioses. ¡Una fatalidad que se asume como un deber!
Nietzsche ha muerto, ¿qué duda cabe? Extraer de
ello conclusiones malsanas será sin embargo lo más
normal. Lo malo es que no hubiera muerto, eso haría de
Nietzsche un temible nihilista. Porque nihilismo es
exactamente no morir. Así lo define el
filósofo:

Nihilismo: falta
el fin.

Falta el fin: desde luego, la meta se
desdibuja, pero también: falta la muerte, falta el
límite. Falta el corte. Nihilista es la ausencia o la
borradura del límite, del horizonte. Si no hay
límite, no hay para qué nada. Lo infinito dentro de
lo finito, eso es nihilista a tope. Nietzsche ha muerto,
¡bendito sea Dios! Claro, pues de lo contrario Nietzsche se
divinizaría y sería imposible distinguirlo de las
idolatrías ambientes, que es lo propio de la época.
El nihilismo es la negación o la pérdida del fin:
la ausencia de la ausencia, el olvido del olvido, la muerte de la
muerte. Pablo está en el inicio, al lado de
Sócrates-Platón
y la irresistible conversión de lo negativo-negativo en
positivo. Nietzsche abre un paréntesis en su propio pensar
que es un pensar que escasamente habría de pertenecerle.
Sus líneas poseen estratos y cortezas infestadas de
minúsculas hormigas o termitas. El Dios ha muerto
exige interrogarse enseguida: ¿y el lenguaje?
¿Muere? Posiblemente el lenguaje sea lo único en
efecto sobreviviente: sin límite a la vista, sería
nihilismo en estado
plenipotenciario. Revolotea el siempre que hablo, miento
de Epiménides. La revuelta, la
conspiración, el terror, se llevará en
consecuencia, aun si no se descuidan del todo los demás, a
ese plano. Aunque ojalá fuera plano; es un fractal, se
halla como corrugado, esmaltado, roto, esmerilado. Hablar del
habla, qué habladuría insufrible. Los dioses se
alojan en la lengua, como
después intuirá y desarrollará Max
Müller. El nihilismo es un fenómeno esencial y
eminentemente lingüístico. Ya estaba en su base. Si
todo puede —en principio— decirse, nada puede
—finalmente— decirse. Nietzsche no se hace ilusiones.
El lenguaje es así. Casi les dirá a los
positivistas lógicos: su lógica
de enunciados es lo más metafísico del mundo porque
resulta incapaz de reconocer su vocación y raigambre
metafísica. No sólo por eso, pero forma parte de su
natural ceguera. ¿Un lenguaje natural, una lengua que diga
lo real? Han existido pretensiones igual de pintorescas. Lo
nihilista de la gramática coincide exactamente con la
supervivencia de la lengua. Ni siquiera se deja pensar.
¿Estructura,
sistema, cuerpo,
tejido? Al tocar la nada la convierte en cosa, casi nada. Apenas
cosa. ¿Quién le pone un ¡Hasta aquí!?
Pues nadie, comenzamos ahora a entender algo del nihilismo. El
mono desnudo penetra desnudo a la palabra. Pero en ella, con ella
y por ella, sale vestido. Investido de valor, valor
siempre simbólico. Ni el dinero ni
la palabra son inocentes. La inocencia se queda de este lado del
signo. Dudemos que sea recuperable. La naturaleza
humana sufre en la palabra un siniestro total. El movimiento
del intelecto es entonces inverso: no es que lo puesto por el
signo —lo <<suprasensible>>— sea
inalcanzable, sino lo sensible, el <<esto y esto.>>,
el hic et nunc, el más acá, lo que no
puede ya abrazarse ni tocarse. El noli me tangere
cristológico no es una orden sino una confesión de
irredimible desorden. Tocado por la palabra, ¿quién
puede a su vez ser tocado (o trastocado) por un mortal? Ni en
sueños. La lengua es el nido de todo nihilismo, es decir,
de toda divinidad. Me gustaría reconocer aquí un
límite. El signo erguido —el falo— es
investido por la fuerza de un
poder sobrehumano, de un poder por encima de la vida, de un poder
más allá de la vida. No nos engañemos, en
esa gruta acecha el dragón del nihilismo. Se tendrá
que reconocer que el santo designado para someterlo sufre
gigantesco contagio. Nihilista es quien hace del nihilismo su
presa —o lo pretende.

Quizá en el fondo sea una cuestión sin fondo.
Hablar es muy parecido a flotar. Querer tocar fondo delata cierta
vocación de asfixia. Me parece indudable que Nietzsche
percibió esa necesidad de flotación.
Comprendió que el agua no
<<significa>> nada, en el sentido siguiente: existe
no como <<vehículo>>, como
<<medio>> entre la superficie eólica
y la corteza geológica debajo de ella. Tiene su
<<dignidad>>, consistente en no querer decir
nada. (O decir la nada, dejar que hable con su voz
desvaída y disolvente: cantos de sirena). La lengua,
nihilista como el mar. No <<dice>> lo que es: tan
sólo redondea sus bordes. En sí misma, la lengua no
es capaz de reconocer ni borde ni imposibilidad. No para ella,
cuyo poder es prescindir de lo real en la límpida
elegancia de su gesto olímpico. ¿Lo real?
¿La muerte? Sí, eso que el nihilismo no acoge y
difícilmente percibe. Nietzsche no sólo ha muerto,
sino que, en vida, corrió a su fin, no hizo otra cosa. No
para abismarse, precipitarse en la nada, o en la locura, sino
para ser sin culpas ese abismo. Eso somos. Hagamos lo
que hagamos. Huyamos a donde huyamos. Resignémonos o no.
Nihilista es quien no admite su ser abismos. La
<<falacia>> del platonismo, del cristianismo,
de la técnica, de la modernidad, es
una falacia por omisión. Y por promisión. Omite la
muerte, omite el fin, promete la supervivencia, la
bienaventuranza sin fin. Lo triste no es que sea falso: es que su
falsía termina devorándose el corazón.
Las cinco fases del nihilismo que vienen descritas
económicamente en El crepúsculo de los
ídolos
formulan —sin develar— el
enigma:

1 El mundo verdadero soy yo (Platón).

2 El mundo verdadero es mi (tu) promesa
(Jesús).

3 El mundo verdadero es mi (tu) consuelo (Kant).

4 El mundo verdadero es (lo) (aun) desconocido (Dama
Ciencia).

.

5 El mundo verdadero no es: olvidémoslo
(Nietzsche).

.

6 Si el mundo verdadero no es, tampoco queda el aparente
(Nietzsche).

Nietzsche no introduce uno, sino dos cortes en la
secuencia. De lo contrario, ¿qué lo
distinguiría del positivista más romo? Si el
alma resulta
ser una ilusión, ¡el cuerpo también lo es!
Uno, dos. tres. Hay un tercer reino, un aut. aut, un
ne-uter. No es exagerado observar que en ese
tres acampa toda la filosofía del siglo XX,
comenzando por Freud, pasando
por Heidegger/Levinas y terminando con Barthes, Derrida o
Blanchot. ¿Resistiríamos la tentación de
(volver a) decir: mundo, alma, Dios? O ¿cuerpo, alma,
espíritu? O quizá: ¿Padre, Hijo, Espíritu
Santo? ¿Será necesario atender a los nudos
lacanianos de Real, Simbólico, Imaginario para redinamizar
los términos? Bástenos por ahora perseguir el
rastro de Nietzsche. Preguntaríamos por lo pronto si de
verdad imagina una palabra capaz de indicar o capturar lo que es.
¿Sería tan necio? Pretender acabar con el
nihilismo es tan nihilista como metafísico es creer que
podemos terminar con la metafísica. Entonces
¿no hay salida? Pendientes de la palabra, la verdad
sólo sabe alejarse. El nihilismo sólo sabe
<<retroalimentarse>>. ¿Qué hacer, si
<<hacer>> es lo mismo que <<deshacer>>?
He aquí, creo, la respuesta de Nietzsche:

Hacer, pero hasta
el fin.

Si el nihilismo es la ausencia del fin, todavía parece
posible darle fin. ¿Cómo? Negando no ya
los (antiguos) valores
supremos, sino el lugar donde podrían florecer.
Percibimos la cercanía del delirio. ¿Para
qué necesitaríamos una brújula si
el norte se encuentra en cualquier parte? Lo único que
importa es decidir que hay un norte. Y,
¿quién está facultado para decidirlo?
¿Yo? ¿Tu? ¿Él? ¿Nosotros?
¿Todos? ¿Nadie? El delirio consiste en afirmar que
el sentido consiste exactamente en que no hay sentido
alguno. En otros términos, no vamos —ni
individual ni ecuménicamente— a ninguna parte.
Cuando el trompo gira de verdad no da —ni tiene para
qué hacerlo— la sensación de moverse. Querer
otorgarle una dirección (o un <<sentido>>)
equivale a sacarlo de quicio, a transtornar —siempre en un
sentido negativo, destructivo, o, mejor, autodestructivo—
su momento de inercia. El nihilismo <<queda
atrás>> en el instante en que afirma ese momento de
inercia que no <<va>>, que insiste ciegamente, que
gira como una bailarina enloquecida sobre su propio eje. Sin fin.
Sin meta. Por menos persuasiva que sea esta
<<salida>> nietzscheana, vale la pena detenerse a
averiguar qué tiene en mente el filósofo. Me
atreveré a suponer que ante la aporía Nietzsche
procura trocar la angustia por el vértigo. La pregunta es
entonces: ¿cómo vivir cuando sabemos que nada
humano —en el entendido que <<los dioses>> y
sobre todo el <<Dios>> son humanos, demasiado
humanos— tiene el poder de evitar —y de
justificar— el fin? Lo cual significa que el fin no tiene
sentido, ni razón, ni objeto, ni lógica, punto.
¿Qué se le va a hacer? Nada, pero hay que
exactamente hacer nada. El nihilismo queda
<<atrás, abajo, afuera>> cuando el hombre se
quiere y se sabe dejar atrás, abajo, afuera, cuando toca
el estado
übermensch. Extático como un trompo, como
una bailarina, como un derviche. En trance. El superhombre no es
ni mejor ni peor: es lo otro del hombre. A saber, su
fin.

Por fortuna, Nietzsche ha muerto; por fortuna, en primer
lugar, para él mismo. Lo cual no significa desentenderse
de la pregunta original si se lee en un sentido figurado. Supongo
que debe discutirse si, tras doce o trece decenios, o cuatro
generaciones, lo de Nietzsche es para nosotros
<<letra muerta>>. Aparecen a ratos libelos del tipo
<<Por qué no soy nietzscheano>> tan
lamentables como los <<Por qué sigo siendo
cristiano>>. Como si de verdad nos importaran alardes de
miseria o cobardía semejantes. A nadie podrá
escapar el enrarecido clima
contemporáneo de multiplicados reflujos teológicos,
así que la <<intempestividad>> de Nietzsche
continúa, aunque no quiera, ejerciendo sus influencias y
despidiendo sus efluvios. Mientras haya esperanza. Una
inequívoca señal de vida es el esfuerzo desplegado
por deshacerse de él, o de lo que representa. Y, puestos
en el punto, ¿qué representa? Recordemos
primeramente la sentencia de Lukács: estandarte del
irracionalismo, eslabón de una ominosa cadena. El giro
teológico del post sesentayocho consiste en borrar esa
mancha: lo otro de la razón no puede ser otro que
Dios. Es decir: lo Mismo. No hay un reverso. O, mejor, no hay
reverso que valga.
No nos asombremos, negar lo otro de la
razón es prenda íntima del nihilismo. Nueva,
arcaica interrogación: ¿hay o no hay una sombra?
¿Se podría hacer algo provechoso con ella, si la
hubiese? Vocablos colgados de esa oquedad han desfilado a lo
largo del siglo: acaso son sólo transmigraciones de la
kantiana Ding an sich. Absoluto en Schelling,
Voluntad en Schopenhauer,
Voluntad de poder en Nietzsche, élan vital
en Bergson, Erlebnis en Dilthey, Leben en
Simmel, Paideuma en Frobenius, Inconsciente en
Freud, Arquetípico en Jung,
Demoníaco en Mann (y, antes, en Goethe),
Imposible en Bataille, Neutro en Blanchot (y
Barthes), Real en Lacan, Improbable en
Bonnefoy. La nómina
se extendería. El ser (tachado) de Heidegger se deja sin
excesiva violencia
alinear allí. Sería interesante con todo medir sus
distancias, sus escurrimientos. ¿Formas refractadas del
genio maligno cartesiano?

Segunda
<<tesis>>: lo teológico (y político) de
la operación reside en la voluntad de humanización
del reverso.

No se sabe si disipar las tinieblas o dejar que atenúen
la luz del
día, igualmente insensata. En esta vacilación ha
sido sorprendido in fraganti el espíritu de la
época. Por lo visto, el diagnóstico pediría una amplia
variedad de tratamientos. ¿Qué hacer cuando es
evidente que el desierto crece? ¿Cultivar un
pequeño jardín? ¿Retomar la senda de la
Ermita? ¿Participar en una nueva gnosis?
¿Cómo se podría, realmente, hacer
nada
? La mayoría, seamos honestos, sólo repite
un movimiento de avestruz. Se comprende que la filosofía
escolástica —pero tampoco la
espontánea— no muy bien sepa qué hacer con el
muchacho. ¿Qué espera de nosotros, que nos volvamos
poetas, o músicos? ¿Incluso los que ni talento
tenemos? Y bien, hasta para morir se requiere cierto talento. No
es una solicitud de tipo profesional, o laboral. La
asunción trágica no es para todos, el
<<cualquiera>> está de más. La
oscilación lleva o puede llevar de la ética a la
estética y del estoicismo al cinismo. En
cualquier caso, el desafío acusa extrañas
recepciones. No es excesivo convenir en que la elección no
se da entre una fría luz positivista o una irracional
oscuridad. Existen diversas combinaciones. El relámpago,
la fosforescencia de insectos y cavernas, el fuego
volcánico, la luminosidad de las nebulosas, la luz
zodiacal. Después de todo, irracionalista es imaginar que
sólo existe la razón —¡y que se
está siempre en posesión de ella! Irracional es
pretender someter a lo real y al campo de lo posible a su solo
arbitrio. Irracionalista es, en una palabra, la pretensión
de absorber el todo en un continente racional. Parece innegable
que Nietzsche se topó con el problema. ¿Qué
representa entonces, un destino o el destino de
Occidente? ¿Qué lugar corresponde el día de
hoy a este <<pensar impíamente
áspero>>, según la apreciación
temprana de Heidegger? Peor aún, y ya ha brotado la pus,
¿quién tendría la soberbia de
asignárselo? Que se haya ganado un lugar en la
<<historia de las ideas>> es ridículo
objetarlo. No creo, por todo lo dicho, que allí radique su
vigencia o su virulencia. Si el nihilismo es la <<falta de
fin>>, ¿cómo dárselo? ¿A
qué fin? Como si oponerse a la corriente sólo
tuviera por efecto aumentar su caudal. No conviene olvidarlo: el
nihilismo no consiste en dejar venir a la nada, sino en
expulsarla. Niegue Ud. la muerte —o deshágase
alegremente de ella— y se le colará por todas las
rendijas de la casa. Nietzsche no <<piensa>> el
nihilismo como un profesor de
filosofía, ni como un misionero cultural, sino que lo
padece, lo soporta, se lo bebe hasta las heces, como se dice.

Tercera
<<tesis>>: si el nihilismo es darle la vuelta al fin,
escribir será dejarse venir desde
él.

Suena un poco como albur, pero es muy probablemente lo que
ocurre —y con esto me acerco por fin al fin— con la
experiencia de Nietzsche. Roger Laporte lo enunciaría en
sus justos términos: <<Escribiendo, nada más
que escribiendo, ¿puedo morir con una muerte de
hombre?>>9. No podemos saber nada del reverso,
pero eso dejará de preocuparnos desde el instante en que
sabemos que, en cuanto finitud radical, somos el lado
nocturno de todas las cosas. Pues hay siempre algo más
fuerte que el hombre. Podemos imaginarlo como una
<<prueba>>, que en Nietzsche lleva un título
capaz de mimar, minar y doblegar el sentido de la eternidad.
<<Si conservo>>, escribe Laporte, <<la mente y
el corazón girados hacia ese punto extremo; si tengo
constantemente la preocupación por lenguaje más
justo, me vienen pensamientos que despejan un camino, pero camino
cada vez menos practicable>>10. ¿Hacia dónde
se abre esa puerta? <<Lejos de la tierra los hombres hacia
que ni puedo quiero volver nuevo; lejos zona hundimiento cual
habría debido regresar, ¿seguiré paralizado,
arrinconado en ese intervalo, prisionero una trampa que, sin
embargo, no existe?>>. Pensar es hablar no a
propósito de, sino a partir de los impulsos
soberanos. Así lo formulaba un Nietzsche
jovencísimo: <<Pensar y ser no son en modo alguno lo
mismo. El pensar >tiene que ser incapaz de acercarse
al ser y de atraparlo>>11. Ni atraparlo, ni regirse por su
<<ley>>. Caer desde su ausencia. Pero esto, contra lo
esperado, ¿no permite sin fin amar?12 Incluso para un
lector de los arrestos de Heidegger, Nietzsche es y
seguirá siendo por todo ello un <<abismo>>. En
carta a Jaspers, dirá que desde Nietzsche sólo
puede crecer hacia abajo, hundiéndose en la tierra. Un
elusivo modo de confesar que es mucho más fácil
encontrar a Nietzsche que perderlo.

Después de
todo, <<¿es muy dañino que el vacío no
tenga oídos?>>.

1 Ponencia leída en el Congreso Internacional
"Nietzsche ¿ha muerto? Filosofía, arte, religión, ciencia y
política.
Memorias de un
caminante intempestivo
", Xalapa, Universidad de
Veracruz octubre 2 de 2007

2 Cf. Peter Sloterdijk, Sobre la mejora de la buena nueva.
El quinto <<Evangelio>> según Nietzsche
,
tr. Germán Cano, Siruela, Madrid, 2005.
Sloterdijk se pregunta acerca del lugar que ocupa Nietzsche a
cien años de su muerte <<física>>, y su
respuesta no ha podido eludir cierta ambigüedad: su obra
escenifica una <<especie de catástrofe>> en la
historia no de la
filosofía, fenómeno ya en sí mismo bastante
impresionante, sino en la historia del lenguaje.
Nietzsche es rabiosamente moderno en el sentido fuerte: anuncia y
afirma una época definida <<por la imposibilidad de
equilibrar lo Real con correcciones contrafácticas . por
una conciencia, capacidad anticiparse a todo, monstruosidad los
hechos, contra cuales discursos las artes y del derecho no
representan nada más que compensación maniobra
primeros auxilios>>, (p. 62 y 63). El pensador, ello no
obstante, se deja identificar o clasificar por Sloterdijk como un
<<diseñador de tendencias>>, y en particular
de esa tendencia que se impondría a lo largo del siglo XX,
a saber, el individualismo. Es esta, según mi
leal entender, y en todos los sentidos, una lectura acaso
demasiado acomodada.

3 <<Doctrina del estilo>>, carta de Fr. Nietzsche
a Lou v. Salomé de agosto de 1882, en Friedrich Nietzsche,
Lou v. Salomé, Paul Ree, Documentos de un
encuentro
, selección,
prólogo y notas de Ernst Pfeiffer, tr. Ana Mª
Doménech, Laertes, Barcelona, 1982, p. 152. (Trad.
modif.)

4 Martin Heidegger, ¿Qué significa
pensar
?, tr. Raúl Gabás, Trotta, Madrid, 2005.
Lección del semestre de invierno de 1951-1952, p. 20

5 Ib., p. 34

6 Ib., p. 35

7 Friedrich Nietzsche, Así habló
Zaratustra
, tr. Andrés Sánchez Pascual,
Alianza, Madrid, 1972, p. 212

8 Cit. en Franco Volpi, El nihilismo, Biblos,
Buenos Aires,
2005, p. 49

9 Roger Laporte, Moriendo, tr. Antonia Barreda, Arena
Libros, Madrid, 2006, p. 22 y 30

10 Ibíd., p. 32

11 Friedrich Nietzsche, Fragmentos póstumos,
edición
de Günter Wohlfart, tr. Joaquín Chamorro, Abada
Editores, Madrid, 2004, p. 32

12 Moriendo, o. c., p. 48

Revista Observaciones Filosóficas – Nº 6 /
2008

 

 

 

Autor:

Sergio Espinosa Proa

Antropólogo, ensayista

Universidad Autónoma de Zacatecas

Partes: 1, 2
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